viernes, 24 de abril de 2015

El viaje familiar

Un hogar en una van, nos codeamos con el sueño hippie, papá, mamá y sus cuatro hijos, sólo faltaban flores y signos de amor y paz.
La Sierra Tarahumara y su olor a pino y leña, piedras gigantes, ya nos sentíamos en un videojuego de Mario Bross, de fondo música de José Alfredo Jiménez, y luego los tambores y panderos de los rarámuris, preparándose para la fiesta patronal.
Ahora bajamos rumbo al mar, por vez primera, todos hablábamos al mismo tiempo y sosteníamos un limón en la mano, por aquello de las ganas de vomitar. Un alto en Hermosillo, la plaza en tonos rosa y beige, fuimos muy felices con un boli de carrito de paletas y seguimos, ya estiradas las piernas, hacia nuestro objetivo: Bahía de Kino.
La cámara estaba en play, lista para captar un nuevo mundo, así debieron gritar los conquistadores en las carabelas, para nosotros era: ¡agua a la vista!, infinito azul, aquí déjenos, ya sabemos nadar y una “A” prolongada sin pausa más fuerte y más baja y todos a coro, no dejamos de decir “A” por diez minutos, hasta que nos estacionamos en un lugar donde pensábamos acampar.
Toda la vida para llegar a este momento, la más pequeña había aguardado un año y medio solamente, y la mayor (yo) entraba ya en la edad nefasta de la adolescencia, pero en asombro grité tanto o más  que mis hermanos de 9 y 7 años.
Los quemadores y los mosquitos hicieron de las suyas, acostumbrados al clima seco de Chihuahua, el encuentro fue tan mágico como explosivo: nos fuimos a un hotel en Guaymas.
La aventura cuasi mochilera se volcó en un viaje de cinco estrellas y una hielera siempre llena de gatorades para evitar la deshidratación de los menores y unas coca-colas para las cubitas de mi papá.
Los cd´s piratas de José Alfredo permanecieron durante todo el trayecto y de vez en vez se intercalaban por Juan Gabriel y Lucha Villa. Llaveros y playeras 3 x 100 de Mazatlán para los amigos, artesanía de Tlaquepaque para mi abuela, recuerdos de ranitas que mueven los ojos de Vallarta para no sé quién, una caja llena de conchitas y frasquitos de gerber vacíos y vueltos a llenar con arena que llegó mohosa cuando volvimos a casa, después de un mes, y una figurilla de Santo Niño de Atocha, a quién habían prometido visitarlo hacía doce años, cuando nací y me tenían que operar y dieron su  palabra de ir a verlo si evitaba el hecho del que me enteré hasta entonces.
Ay qué bonito Paseo del Centenario, ay qué bonita también su catedral, aquí hasta el pobre se siente millonario… Ya pagarían después las 4 tarjetas de crédito que intercambiaban según las fechas de corte para ajustar presupuesto.
En carretera, bajamos por mangos en Nayarit, y nos dijeron que la gente ahí no moría de hambre ni frío, y entonces fue como toparnos y saludar de mano al paraíso. En Guadalajara probé los mejores tacos y conocí lo que era un mariachi.
Ya de regreso, en Jiménez, no encontramos banco, ni tampoco en Camargo, ni Delicias, pero regresamos sanos y salvos con catorce pesos en la bolsa.
Muchas fotos y videos son testigo de lo inolvidable y de lo mucho que peleamos, jugamos, cantamos, en fin, un hogar en una van que se vendió al siguiente fin de semana.

Nunca más volvimos a viajar todos juntos.