Un hogar en una van, nos codeamos
con el sueño hippie, papá, mamá y sus cuatro hijos, sólo faltaban flores y
signos de amor y paz.
La Sierra Tarahumara y su olor a
pino y leña, piedras gigantes, ya nos sentíamos en un videojuego de Mario
Bross, de fondo música de José Alfredo Jiménez, y luego los tambores y panderos
de los rarámuris, preparándose para la fiesta patronal.
Ahora bajamos rumbo al mar, por
vez primera, todos hablábamos al mismo tiempo y sosteníamos un limón en la
mano, por aquello de las ganas de vomitar. Un alto en Hermosillo, la plaza en
tonos rosa y beige, fuimos muy felices con un boli de carrito de paletas y
seguimos, ya estiradas las piernas, hacia nuestro objetivo: Bahía de Kino.
La cámara estaba en play, lista
para captar un nuevo mundo, así debieron gritar los conquistadores en las
carabelas, para nosotros era: ¡agua a la vista!, infinito azul, aquí déjenos,
ya sabemos nadar y una “A” prolongada sin pausa más fuerte y más baja y todos a
coro, no dejamos de decir “A” por diez minutos, hasta que nos estacionamos en
un lugar donde pensábamos acampar.
Toda la vida para llegar a este
momento, la más pequeña había aguardado un año y medio solamente, y la mayor
(yo) entraba ya en la edad nefasta de la adolescencia, pero en asombro grité
tanto o más que mis hermanos de 9 y 7
años.
Los quemadores y los mosquitos
hicieron de las suyas, acostumbrados al clima seco de Chihuahua, el encuentro
fue tan mágico como explosivo: nos fuimos a un hotel en Guaymas.
La aventura cuasi mochilera se
volcó en un viaje de cinco estrellas y una hielera siempre llena de gatorades
para evitar la deshidratación de los menores y unas coca-colas para las cubitas
de mi papá.
Los cd´s piratas de José Alfredo
permanecieron durante todo el trayecto y de vez en vez se intercalaban por Juan
Gabriel y Lucha Villa. Llaveros y playeras 3 x 100 de Mazatlán para los amigos,
artesanía de Tlaquepaque para mi abuela, recuerdos de ranitas que mueven los
ojos de Vallarta para no sé quién, una caja llena de conchitas y frasquitos de
gerber vacíos y vueltos a llenar con arena que llegó mohosa cuando volvimos a
casa, después de un mes, y una figurilla de Santo Niño de Atocha, a quién habían
prometido visitarlo hacía doce años, cuando nací y me tenían que operar y dieron
su palabra de ir a verlo si evitaba el
hecho del que me enteré hasta entonces.
Ay qué bonito Paseo del Centenario,
ay qué bonita también su catedral, aquí hasta el pobre se siente millonario… Ya
pagarían después las 4 tarjetas de crédito que intercambiaban según las fechas
de corte para ajustar presupuesto.
En carretera, bajamos por mangos
en Nayarit, y nos dijeron que la gente ahí no moría de hambre ni frío, y entonces
fue como toparnos y saludar de mano al paraíso. En Guadalajara probé los mejores tacos y conocí lo que era un mariachi.
Ya de regreso, en Jiménez, no
encontramos banco, ni tampoco en Camargo, ni Delicias, pero regresamos sanos y salvos
con catorce pesos en la bolsa.
Muchas fotos y videos son testigo
de lo inolvidable y de lo mucho que peleamos, jugamos, cantamos, en fin, un
hogar en una van que se vendió al siguiente fin de semana.
Nunca más volvimos a viajar todos
juntos.