miércoles, 11 de septiembre de 2013

Ladrillo sobre ladrillo

Me conmovió aquél señor de edad avanzada, caucásico y con esa expresión en el rostro que te da a entender que ha trabajado toda su vida y sin embargo, no se ha topado con la benevolencia de algún dios; ese tipo de dios al que acudimos cuando queremos convencer a alguien de que realmente merecemos una vida mejor, lo que sea que eso signifique.
Se acercó y me dijo que era parte del grupo de ladrilleros que trabajan a dos cuadras de mi casa (la verdad nunca los he visto) y me preguntó si me había enterado de la niña que atropellaron y que resulta era su nieta y para colmo -como suele pasar cuando el karma no mengua- murió y el automovilista huyó.
- No supe, exclamé.
- Bueno, no tendría por qué saberlo -afirmó-, y me pidió que colaborara con veladoras, pues lo menos que podían hacer era darle un adiós decente.
En eso me acordé que en la alacena había como seis velas aromáticas en tonos rojos y púrpura, y además en cajitas de vidrio. Las tenía porque un antiguo prospecto de galán me las regaló, pues sugirió que eso era romántico; no obstante para mí no hay nada más anti-inspirador que un ambiente planeado y postizo, así que las olvidé al igual que al susodicho -guardadas en lo más recóndito de mis recuerdos- hasta esa tarde en que pensé podrían ser de utilidad.
Feliz de poder colaborar, le mostré mi gran contribución a este hombre curtido por el sol y los años y las desgracias; pero me respondió enojado y a gritos: ¡Se trata de un velorio, señorita, un ve-lo-rio! Y se fue, enfadado, muy enfadado, y me quedé perpleja y dudé de si en realidad llegará el momento adecuado para utilizarlas. En fin, tal vez un día, cuando se vaya la luz.



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